La furia del alfabeto
(deS'cuentos)
Melba Guariglia
ediciones letradura
LA FURIA
DEL ALFABETO
(des-cuentos)
MELBA GUARICHA
La furia
del alfabeto
(des-cuentos)
ediciones letradura
© Melba Guariglia
Diseño de tapa: Rodrigo Fió
Melba Guariglia
La furia del alfabeto
1 a. Edición 2011
Letradura
Montevideo Uruguay
letraduraed@gmail.com
DERECHOS RESERVADOS
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cos, electrónicos, fotocopiadoras, grabaciones o cualquier otro, total o par¬
cial, del presente ejemplar, con o sin finalidad de lucro, sin la autorización
expresa del editor.
ISBN 978-9974-
/A Mabel, mi hermana,
de quien mi padre tomó
su nombre para inventar el mío
De la importancia del alfabeto, el alfabetismo y el acto de
escribir nadie duda; de mi obsesión por las palabras y las letras en mi
labor de editora y correctora, tampoco. Tal vez faltaría explicar que
en diálogo con las palabras, en el oficio de la escritura y sobre todo en
mi relación con las letras, he descubierto rasgos de su personalidad,
características que las humanizan y las ubican al borde de la rebelión
y la furia.
Las letras me han contado todo lo que escribo, aunque de esto
sí puedan dudar, pero más allá de la indiscreción que supone hacerlo
público, me persigue la idea de desenmascarar el lenguaje cotidiano,
un poco en broma y un poco en serio rescatar, desde un mundo
interior, la comunicación perdida en los avatares de la exterioridad,
sin perder de vista otros modos de contar ocurrencias, a la manera de
los relatos breves y el “divertimento'\
La variedad de este volumen la conforma una selección de
textos escritos en México y en Montevideo muchos años atrás, en el
siglo pasado. Algunos publicados, en sus primeras versiones, en revistas
o semanarios, otros inéditos, pero todos ellos abarcan la sencilla y a
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la vez dura faena de escribir desde cualquier punto de vista, incluso
en serio.
En la zona de la expresión escrita, como en toda situación,
hay hechos que resultan mas o menos significantes o significativos
que pueden convertirse en ficciones a partir de las formas o de sus
contenidos. Allí, los perfiles diversos se destacan como pequeños
árboles que ayudan a comprender el alma del bosque y a desarrollar
la capacidad de traducirla de letra a letra, palabra a palabra o de
voz en voz, por eso tal vez no importe ponerles un nombre, porque
son lo que son...
MGZ
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"... una sopa de inevitables letras."
Melba Cuariglia
"A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul, vocales, diré
algún día vuestros latentes nacimientos."
Arthur Rimbaud
CUENTO INTERMINABLE
Al escritor mexicano Efraín Huerta (a su memoria),
quien sonrió cuando le leí este relato
...este cuento empezó antes, hace demasiado tiempo, pero
lo continúo ahora que la máquina de escritura está desocupada.
De súbito me asalta la inquietud, una leve comezón en ambas ma¬
nos, un cosquilleo en la punta de los dedos y ya no puedo contro¬
lar el movimiento rítmico en el teclado, como si escribir fuese un
alivio a mis urgencias, un desahogo natural a las voluptuosidades
cotidianas, una evacuación de palabras hasta ahora contenidas en
el vientre de las multitudes. Me detengo sólo cuando presiento el
hambre, el principio del sueño, en fin, sobre todo cuando me veo
obligada a dejar esta bella maquinaria de letras porque a alguien
se le ocurre dictar párrafos desagradables en el torso de la página,
no sólo con imperfecciones, que vaya si las hay, sino por aviesas
intenciones de dictadores compulsivos
...en una época creí que el esplendor de las formas, el con¬
tinente de la textura sólo podría trasmitir el valor de la verdad,
pero mi hábito investigador me llevó a descubrir propósitos di¬
versos y hasta contrarios a ésta. Así fue que me propuse indagar
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en bibliotecas, librerías, editoriales, con el fin de observar la rela¬
ción de las letras con sus contenidos. Es más, llegué a sumergirme
en sus emociones y a partir de allí medir los vaivenes grafológicos
del alma. Hoy me siento capaz de articular espacios en cualquier
territorio que se plasme en página, percibir el matiz de las pala¬
bras, diseñar ideas, expresarme entre líneas y decir, sobre todo,
mis verdades cabalgando en el lomo de cada párrafo. Por eso,
cuando me siento a escribir, como ahora, y poso las yemas de los
dedos sobre la planicie de las teclas, es como si afinara o ejecutara
el piano sinfónico del alfabeto y es imposible detenerme. Lo que
más molesta a los críticos de mi entorno es que pierda los límites
tradicionales y haga surgir vibraciones que ellos desconocen, o
ensaye incesante una melodía apasionada hasta la más alta caída
...las experiencias en aquellos tramos de mi vida agudiza¬
ron mi curiosidad por la escritura, por lo que me dediqué a en¬
señar caligrafía en diversos países del mundo. Durante las clases,
en el instante de elaborar el grafismo rodeaba a mis alumnos con
inscripciones en papel de arroz, como ejercicio ritual, los ungía
con pulpa de pergamino y después, en hojas de dobles rayas prac¬
ticábamos marcas que significaran el sentido oculto del universo.
A la vez que danzábamos en líneas corridas, nos metíamos en el
fondo de la pizarra para desafiar a las mayúsculas que surgían de
la tiza
...para ampliar mis conocimientos viajé por continentes
interpretando acertijos egipcios, ideogramas aztecas, hebreos, có¬
dices. Me extasié en la contemplación de la pictografía china, gra¬
fitos europeos, petroglifos cretenses. En contacto con incisiones
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rupestres, pasaba suavemente la palma de la mano sobre las cica¬
trices de las piedras y advertía un torrente de palabras circulando
por mis venas, penetraban serenas y se despeñaban en lluvia por
cada uno de mis huecos. Al llegar junto a los fenicios a los már¬
genes de la escritura fonética, admiré símbolos indonesios, bir¬
manos, rusos, mientras continuaba mi labor junto con Cadmo u
Odín, quienes me guiaban en la fascinación de escribir, describir
y reescribir humanas huellas
...en las puertas del salón de clase dibujaba letras con un
cincel triangular y puntiagudo; detallaba signos en los zócalos
o en las tablillas del piso con tal plenitud que recibía aplausos
de los estudiantes, mientras se conmovían las tapas duras de los
cuadernos. “La tinta es sangre de animal salvaje, las teclas el tacto
ceremonioso de las letras, el texto una nueva posición amorosa”,
les decía a mis espectadores. Y llovían lápices, bolígrafos, lapice¬
ras, en ovación, sobre el piso interlineado de la escuela
...cuando una vez encontré un sobre dirigido a mí en el
umbral de mi casa, suspiré dichosa. Recorrí líneas de la página
escondida en su interior sin reparar en los dichos, pero qué ritmo
potente en el pecho, qué intenso goce me asaltó entonces. Porque
escribir, como ustedes saben, es un acto compartido, un encuen¬
tro universal entrecruzado por surcos apenas visibles. Acontecía
en mi piel una aguda correspondencia de tipos impregnados de
colores, sabores y fragancias...
...después del aula, fue el “escriptorio” de la casa mi ins¬
trumento preferido; hubo un tiempo en que pasaba horas exa¬
minando enciclopedias en busca de pistas para descubrir nuevos
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caracteres letrísticos; con los codos apoyados sobre la mesa recogía
historias de abecedarios y me anegaba en sus fuentes. El amanecer
me hallaba sentada sobre las piernas cruzadas o tendida en el piso
transcribiendo textos del sánscrito, tejiendo monogramas, deli¬
neando estampas, bordando imágenes. Urdía códigos enrollados,
devanaba antiguos borradores, mientras Thot cincelaba jeroglífi¬
cos que yo traducía, impulsándome a enfrentar a los escribidores,
vapuleadores de la escritura, a quienes en ese tiempo autoritario
empecé a conocer. Solo procuraba pasar del símbolo a la sencillez
de tomar el instrumento y dejarme llevar por el ansia de construir
un puente hasta la consumación final
...pero no es fácil edificar esa prodigiosa ingeniería, no se
explica por sí mismo lo escrito, no oímos lo que la página dice, al
misterio de la letra se suma el misterio de la palabra y a ella el del
texto. No basta la intención de quien escribe, como yo pensaba,
para nombrar. Hay miradas oblicuas, puntos de mira, el centro es
invisible: un grito silencioso esculpido en una sola piedra por histo¬
ria de muchedumbres. Se cae en pretextos sobre significados o sig¬
nificantes, se juega con cambios en las letras y en rayas demasiado
horizontales que muestran en el fondo un único rasgo verticalísimo
...todo esto reflexionaban mis manos en movimiento
mientras aprendía la esencia de escribir, en el curso y transcurso
de las décadas. Es lo que ahora siento, en el engranaje de mi físi¬
co, cuando palpo el espíritu de esta máquina en que les relato mi
búsqueda desde los primeros balbuceos, tal como me lo trasmi¬
tieron mis antepasados. No sé si ustedes, mis lectores, interpreta¬
rán esta historia que apenas comienzo, pero mi deseo es saborear
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palabras innombrables, soñar páginas imposibles, traducir la cara
de todos los lenguajes, ejercitar con lucidez el oficio de la ceguera
...hoy las paredes de este lugar son murales poblados de
frases con signos escritos por mis padres desde mi nacimiento, en
dialectos que he reconocido a lo largo de mi viaje por los siglos,
aunque no sepa aún el sentido. El mobiliario luce bajorrelieves
etruscos, las luces se cruzan en reflejos de viejas representaciones
tipográficos, las sábanas están cubiertas por escrituras babilóni¬
cas, la túnica, que poco a poco he ido abandonando, es de retazos
manuscritos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. Si
comencé a escribir en los muros de la ciudad fue porque no me
permitieron escribir en sus calles hacia un punto de fuga, como
anhelaba, eliminar las señales de tránsito y pintar en su lugar el
nacimiento de las vocales. Inventé palabras cuando suprimieron
las que eran causa de mi embeleso y censuraron aquellas que nos
unían, y las miles y miles de cláusulas que entrego en sobres al
vigilante setentaisiete veces al día es porque no han vuelto a escri¬
birme desde que encontré ensobrada aquella carta de despedida
a las puertas de mi casa. Ahora no lograrán detener el caudal
de la escritura que en concierto emerge desde algún sitio impla¬
cable ningún dictado ni ninguna pausa es ya posible el conti¬
nente me atrapa para liberarme y espero la bienvenida dejo que
ustedes lo cuenten después de mí para que nadie se olvide mi
piel arrugada se expone al riesgo del tajo profundo del buril que
empuño hoy seguiré escribiendo contracciones y conjunciones
aunque sea con las uñas entintadas sobre mi cuerpo para que
estecuentonoterminenunca...
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ALTERNATIVA AUTÉNTICA
/\ A. hace taaanto
Reconozco que la letra A no me es indiferente, tiene un
contenido trascendental para mí. Eso sí, no me pregunten el
motivo. Muchas veces tenemos sentimientos confusos y pocos
pretenden aclararlos, quienes lo consiguen suelen terminar en la
cárcel, en el mejor de los casos en algún asilo, apartados y aislados
al fin. Yo no quiero complicarme la existencia, lo que sí admito es
que me agrada esa letra.
Cuando era niña me regalaron un ábaco y unos cubos para
aprender a leer, y al ver aquella luminosa letra en relieve sobre
uno de los lados quedé asombrada. A partir de allí conocí a la
letra A y supe que mi destino estaría ávidamente atado a ella.
En la escuela dibujaba mis aes con tal habilidad que mis com¬
pañeros me llamaban Aíta, un poco en broma, sin saber que yo me
sentía más que orgullosa al pensar que algún día podría llegar a pare-
cerme a esa hermosa letra, ya fuera grande o pequeña, vacía o plena.
Mis maestros admiraban mi caligrafía de trazos seguros y
variados; con el tiempo en cualquier escritura mis aes florecían,
abiertas amapolas sobre la pradera de un álbum. Me gustaba
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dibujar ramos con ellas, y hasta llegué a creer que serían capaces
de alentar vida y bailar entre las hojas de los libros o en andas de
una agenda, alegremente.
Por esos días fue que a mi casa llegó un anónimo que decía:
A te engaña con A. Sé que mi madre lo quiso ocultar pero yo lo
vi y recibí una gran decepción al admitir que se puede faltar a la
verdad sin dar la cara, valiéndose de una sola letra indefensa sin
autor que abogue por ella. Esa vez lloré de impotencia porque
nadie merece ese amargo agravio.
A medida que fui creciendo descubrí nuevas categorías de
A: minúsculas, mayúsculas, redondas, imprentas, itálicas, ariales,
aldinas, en fin, a los 18 años había encontrado 124.857 tipos dis¬
tintos en diversos cuerpos (y almas). Afanosa seguía la aventura,
porque una adicción abrumadora me unía a ella.
Adolescente me reconcilié con la Humanidad y me anoté
en estudios de Abogacía para aconsejar en actas, apelaciones y
acuerdos, sobre todo para absolver, no para asaltar. Un día pa¬
seando por un área de altos árboles en ancas de un asno, vi un
corazón tallado en un abeto. Habían grabado la corteza con una
aguda abertura y en medio del corazón decía: A ama a A. Allí, al
amparo de los álamos aspiré admirada el aroma del aire leyendo
poemas de Agustini y Alfonsina y me sentí un aeda.
Pero, como les contaba, hay altibajos en todas las historias:
agobios, ahíncos, agujeros en el ánimo; cuando me veo obliga¬
da a trabajar observo que no todos ponen atención a las letras.
Hay una tendencia masificadora que deja de lado la belleza de
la peculiaridad. Aparecen los métodos globales, la globalización.
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los globos de aire; por ende, las letras pierden su identidad y se
desinflan. Antojóseme, entonces, rescatar a mi adorada letra de
tanta animadversión.
Lo cierto es que mis aspiraciones no siempre son acep¬
tadas, por eso no me fue fácil retener amores, pero por esos
años descubrí la importancia de la amistad, que empieza con
A, y resolví emprender la búsqueda de amigos cuyos nom¬
bres se iniciaran con ese signo altivo, no altanero. De ese
análisis podría afluir el afecto que ascendía ardiente por mis
arterias. Así fue cómo conocí a Alicia, Alvaro, Alberto. Con
ellos conocí el amor y el arte por amor al arte. Acontecieron
después Ana, Andrés, Alejandra, que apoyaron mi alicaído
ánimo.
Aprendí mucho: el altruismo, el abrazo, la lucha empren¬
dida con amplia alegría y a escribir la arroba de la comunicación
cibernética, además. Supe también hacia dónde ir, por supuesto,
arriba y adelante, nunca atrás. Ahora bien, ya les dije que a mí no
me gustan los conflictos ni las armas, pero existir en este mun¬
do de incomunicación alevosa es un desafío, y mi alter ego me
adoctrinaba, aunque al acaecer nuevos aciertos en las acogedoras
letras, el alfabeto comenzó a atormentarme. Antes no me impor¬
taba tanto como ahora, aquí empezó a importarme más que allá,
de modo que inicié un proceso de discriminación aística que me
llevó a pensar que ya no podría vivir sin la letra, porque A for¬
maba parte de mi casa y de la tuya, de la cAsa que amorosamente
habíamos construido entre autores, y de mi propio nombre, es
decir de mí mismA. Me repetía, “A es igual a A”, con Aristóteles,
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y me aliviaba. Así llegué a la antigualla de crear un ático de papel
donde “abitar”.
Abstraída actué en forma absurda, ansiosa, no abusiva. A
solas con mi diccionario alfabético anexé abundantes aportes a
mis ahora definidos intereses aístas. Acabar con palabras que no
condecían con el espíritu acorde a la altura de la A fue una acción
ineludible para ampararla. No era posible que se utilizara tan be¬
lla letra para comenzar palabras como abandono, adefesio o asco.
En ese período fue cuando presenté el proyecto de modificación
y reforma de la lengua castellana a la Academia, apoyada por al¬
gunos ángeles y artistas. A de ninguna manera podría acongojar,
asesinar, aburrir, acallar en palabras de tan alarmante contenido.
Sé bien que las relaciones humanas se hacen más complejas
para los que procuramos cambiar la apariencia para afirmar la
hondura. Hay personas que no entienden el valor de las pequeñas
cosas y ni siquiera buscan algo más alentador, ni en las palabras,
ni en las letras. Por eso no me han hecho caso todavía, tal vez
algún año alguien acepte algo y asuma alguno el atrevimiento de
no hacer como el avestruz.
A mis letras me debo, mejor dicho A mi letra, por lo que
seguiré afirmada en la Alternativa Aística para alentar en la cam¬
paña de las elecciones abecedarias. Tal vez, los más amplios me
acompañen. Aunque ella es acérrima, parecida a un buey cabeza
abajo, sin ánimo de agredir.
No es posible vivir sin anhelos, apetencias, antojos.
Confieso que me arroba bostezar porque cuando abro la boca
digo Ah, cuando suspiro de placer pronuncio apasionada Ay; ayer
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anduve activa por actuar armoniosa y artística, ahora ando ar¬
diente y audaz con mis amantes. A aquellos que no me compren¬
den les digo que la A es la primera letra del alfabeto, la primera
vocal, la primera preposición, es el as y el alfa de las letras, la vocal
más abierta, la primera actriz de la asociación de autores amigos y
aliados, y de la acción atlética de actores acróbatas.
Apreciados Americanos Artiguistas, creo que tendríamos
que articularnos sin armar líos ni atiborrarnos de arribismos.
Aunque Aún sean muchos los que no se Animan a Apoyarnos en
este mundo Ancho, Ajeno y Abollado.
Les repito, si me preguntan no sé qué me trajo acá, ¿fue
Amor A primera vista en los primeros Años?, ¿una afición atroz?
¿un absorbente Aburrimiento? Auténtica y afortunada puedo
decirles que yo la Amo y creo que ellA tAmbién me AmA, en
estA ambigua y anonAdada Aspirante a algo que soy. Quizás todo
hayA sido porque desde muy pequeñA uso Anteojos, o A lo me¬
jor, porque nAcí en el mes de Abril.
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EL PLACER DE LEER
Aun cuando en aquellos tiempos cada día se presentara
con arduos matices, ellos tenían en común el placer de la lectura.
Asomados a las páginas de los libros, iban, vehementes, a la bús¬
queda de algo más que deletrear una escritura artística, preten¬
dían dar un paso trascendental en el goce perfecto de leer.
Los seis conformaban un grupo atípico; leían en voz alta
degustando palabras, paladeando el sabor añejo de la lectura en
un mismo odre. No habían llegado allí atraídos por la costumbre
de sus tareas cotidianas, ninguno estaba cercano a la literatura
más que por nostalgia, pero una maraña interior -un peligroso
juego -de difícil diagnóstico- los impulsaba a reunirse en ese an¬
tiguo local donde viernes a viernes, sacudiendo el polvo de los
sillones, se sentaban a leer.
Desde una larga mesa, al fondo del depósito —utilizado al¬
guna vez para entrada y salida de mercaderías— Alejo, único in¬
tegrante masculino del grupo, proponía textos, subrayaba frases,
entre pilas desparejas levantadas sobre el cuadriculo de las baldo¬
sas. En su juventud —la calvicie lo hacía mayor— Alejo se había
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dedicado al comercio, labor que se vio obligado a abandonar en
aciagas circunstancias políticas. Sin embargo, conservaba intacto
el recuerdo de un aroma singular a papel entintado, compañero de
sus mejores días. Cuando ese olor a libro reseco revoloteaba grácil
en torno de sí, su nariz —proporcionada al óvalo de su rostro— pa¬
recía agrandarse, erigirse sobre el horizonte, y él, como si estuviera
dominado por un estímulo desconocido, perdía su natural timidez y
sonreía satisfecho. Entonces, adoptaba una actitud docente, gracias a
la cual había sido elegido coordinador del grupo de lectura. Lo cier¬
to es que su experiencia anterior, relacionada con la distribución de
materiales literarios, lo convertía en pieza fundamental para detectar
cuanta obra interesante estuviera escondida por ahí.
Los procedimientos seguidos por los lectores consistían en
seleccionar los textos, el número de páginas a ser leídas, el nom¬
bre del encargado de la lectura, el cual variaba de acuerdo con un
calendario previsto, y las medidas necesarias para mantener vivos
los sucesivos encuentros.
El acto daba comienzo cuando Susana —ex operaria del
taller, de edad mediana y grandes lentes de aumento—, espe¬
cializada en seguir las líneas con la vista, hacía un movimiento
enérgico con la cabeza, de modo que su flequillo veteado de canas
bailara sobre su frente, igual que un director al inicio de un espec¬
tacular concierto. Durante la lectura ella contenía la respiración,
embargada de silencio, instalada en el centro mismo del éxtasis.
El movimiento de la mirada de izquierda a derecha permitía a los
demás percibir que no terminaba muriendo. Y de allí arrancaba el
renacimiento con una modulación rítmica espectacular.
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El caso de Zully era especialmente curioso. Ella leía desde
el principio, es decir, desde el nacimiento de la cultura, o de sí
misma, o de su propia solemnidad. Representaba la pasión de los
dioses, el culto a la comunicación simbólica, aunque, y tal vez por
ello, no siempre era comprendida. Se dolía del paso de los minu¬
tos si se suspendía la lectura por causa de menesteres demasiado
vulgares para ella. Solía caer en espasmos ante palabras que con¬
sideraba insuperables, y las repetía con frenesí. Mostraba cierto
agobio a veces pero, en realidad, hallaba su equilibrio en ese es¬
pacio semioscuro, de vidrios de claraboya, por donde se filtraban
nítidas las voces de los lectores, entre las cuales la suya golpeaba
de pared a pared como en juego de pelota vasca.
Magdalena y Gaby compartían la cautela de seguir párrafo
a párrafo la persecución de los vocablos en lentísima modulación,
ante la temerosa perspectiva de que éstos se lanzaran sobre ellas.
Aguzaban el oído con una especie de tic que las hacía mover la
oreja en forma casi imperceptible —como el perro orienta su pa¬
bellón auditivo hacia el lugar de donde proviene un reconocible
ladrido— e incluso, escoltaban con algún gesto de sus manos las
notas acompasadas de la lectura. Ambas se complementaban en
diálogo, como en un dueto en un escenario, alternando cláusulas
una a una.
A Laura, la más joven del grupo, parecía tenerla sin cuida¬
do la forma de leer o el estilo de los autores, imbuida por el en¬
tusiasmo que le provocaba el contenido, como si desprendiera el
continente del texto, lo elevara por encima de la voz, y éste que¬
dara flotando entre las paredes húmedas dejando al descubierto
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las palabras descascaradas, en carne viva. A veces ella dejaba caer
alguna lágrima sobre el libro abierto, lo cual —en medio de su
protagonismo— ocasionaba inquietud al resto del grupo abstraí¬
do en una acción culminante. En esas circunstancias, la interven¬
ción atinada de Alejo, sagaz, al continuar la interrumpida lectura
con su voz cálida acercaba serenidad, parecía arrullar los conteni¬
dos amparándolos bajo la silueta de un abrazo.
Ese aterido lugar destilaba un vaho tibio de páginas escri¬
tas, desde cada libro recreado por el acto de leer y de beber el
aliento de los lectores entregados en una corriente de vida. Todos,
unidos en el placer se adentraban sin pudor en un universo de
hojas donde cada uno, desde su propio mundo, imprimía el tono
preciso de su voz, como un musical instrumento.
El viernes habían llegado temprano, ocupados en desalo¬
jar estanterías que aún mostraban, en largas hileras, lomos de li¬
bros recubiertos de polvo. Como el sitio estaba frío, fue necesario
apretar los sillones en semicírculo para que los volúmenes elegi¬
dos, desnudos en manos de los lectores, se entibiaran y pudieran
sobrevivir. En medio de aquella noche, en un punto del embeleso
de donde ya no es fácil regresar, nadie escuchó —sobre la palabra
del lector de turno— cómo los pesados pasos invadían atropella¬
dos las instalaciones del taller de imprenta del coordinador.
Los uniformados, fusil en mano, revolvían cada espacio
ávidamente y desparramaban tomos por el piso, castigando sus
tapas con violencia, mientras los lectores se abrazaban para miti¬
gar, ya no el frío, sino la tristeza de la visión del destrozo progre¬
sivo. Ahora sí, cada uno de ellos escuchaba el sonido del pliego
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rasgado, los manotazos certeros, como aullidos desde el fondo de
las palabras arrojadas contra las paredes.
Las estropeadas encuadernaciones diseminadas en el espa¬
cio del depósito, sin embargo, pudieron huir hacia el cielorraso
por animación de las letras encaramadas en el papel. Volaban en
hojas sueltas por el aire helado de una a otra esquina del techo
exhortando en frases a la rebelión.
En tanto, los lectores con asco y asombro se veían arrastra¬
dos a empujones hacia la puerta. Fue en ese momento que Zully
corrió imparable hasta la ventana, abriéndola de par en par, y
mientras el viento irrumpía por todo el lugar, su voz salió despe¬
dida en un hondo grito hacia la calle. Allí mismo, sus compañe¬
ros presenciaron en silencio cómo montones de páginas liberadas
se dispersaban en la lejanía.
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BALANCE DE UNA BATALLA
Cuando la letra Be asumió su verdadera personalidad, mu¬
cha gente que la rodeaba pensó que parecía bastante voluptuosa.
Sus líneas mostraban cierta dimensión sensual que la diferencia¬
ban de las demás letras, sobre todo la mayúscula, porque la mi¬
núscula pretendía pasar inadvertida con un aire de em(b)arazosa
maternidad que no a todos convencía. A pesar de que había naci¬
do como un rígido rectángulo parecido a una casa.
Desde el principio ella había tenido resquemores hacia la
letra A, porque el Aura de ésta primaba sobre los demás caracteres
del alfabeto, y su altura la definía como alegre y amable, tanto
que la Be no podía menos que sentirse en un segundo lugar.
Sin embargo, sus problemas más serios eran con su her¬
mana Ve, más aun desde que a ésta habían dejado de decirle Ve
corta para llamarla Uve. Una forma sutil de distinguirla, ya que
su sonido no existe en el castellano.
En verdad, la competencia permanecía por las confusio¬
nes que se planteaban entre las letras y por lo que ellas repre¬
sentaban para escritores y lectores. La Be, en ocasiones, se sentía
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desplazada, aun cuando era poseedora de un considerable volu¬
men de palabras. Quién sabe qué pensaría la Ve, pues en buen
romance “vivir es beber”.
Líos, desconciertos o no, la Be se creía más importante que
la Uve. Balbuceaba argumentos sobre bases bibliográficas y caía
en discusiones bizantinas sin brillo. Afirmaba que en el idioma
castellano se la identificaba con lo bello, en cambio a la Uve, casi
Uvita, sin pizca de romanticismo, con el vello; y aunque ésta, en
su cortedad, quisiera causar equívocos, nunca lograría su beati¬
tud y belleza. En el inconsciente de esta letra existía la remota
rivalidad de no haber sido incluida en la palabra “vida”, que le
correspondía por origen y que secretamente amaba más que a
otros vocablos. Esa vieja Ve no tenía su génesis griega, reclamaba,
¡solo es una sin vergüenza!
Por lo demás, se consideraba bonita y buena, cuando be¬
lleza y bondad son cualidades apreciadas por la mayor parte de
la Humanidad, así que vaya valla. A pesar de esto alguna gente
del medio literario la consideraba boba, es cierto, pero era el
riesgo de su coquetería. Había llegado a extremos de banalidad,
contaban: bebía botella tras botella adorando a Baco en ban¬
quetes, bailaba boleros en barra y batucadas brasileñas en los ba¬
rrios, jugaba barajas buscando birlar bastos, miraba el básquet
desde las bancas, bautizaba bolas de billar y batía palmas con las
bandas del baile. No era tan grave, pero algunos buitres se em¬
peñaban en destruirla a lo bestia, lo sabía. Argüían que era una
burla para el lenguaje, que creaba beligerancias en la escritura y
no era bien-venida.
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No obstante, ella no era burra y estaba dispuesta a enfrentar
todas las batallas, brincar bardas y barreras, barrer basura si fuera
necesario para triunfar. Tampoco era burda ni basta como preten¬
dían sus enemigos a causa del vasto conflicto con su hermana Uve.
El hecho de que ésta fuera más antigua no le arrogaba el derecho de
tratarla como bribona y bandida, sostenía: al fin y al cabo era una
Be grande, la otra sólo una Ve chica con mucho de vulgar.
Una vez dijo basta y le propinó una bofetada a la Uve, cuan¬
do la corta intentó rebelarse revelándose, pero ¿quién se creía? La
larga tenía el bachillerato, bolsa y bolsillos llenos de billetes, en
cambio la viperina era una vil vividora. Sin dudas, entre bienes
y vienes, barón y varón, botar y votar, baca y vaca, hay buenas
diferencias que bien bailan y bien vienen, blandía convencida.
En esas condiciones se beneficiaba de su amistad con banqueros
y bonificaba sus ganancias con balances benévolos en su propio
bienestar. Para sus otras hermanas del alfabeto tenía sólo blasfe¬
mias, comentaba que eran una banda de bárbaras y babiecas, lo
que develaba un problema de identidad que le impedía admirar a
alguien más que no fuera a sí misma. Es más, basada en su torre
de Babel manifestaba que su pronunciación permitía el paso bre¬
ve del aliento por la boca, pero por los labios, no por los dientes.
Los problemas sobrevenían cada vez con más brío hasta
que las compañeras del grupo letrístico comenzaron a incomo¬
darse. La Be mostraba una posición claramente bélica, hablaba
de bombas y balas, y no parecía broma, por lo cual todo el abe¬
cedario se reunió en pos de una solución al brete acontecido en
el vocabulario.
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No era posible permitir el vandalismo entre las letras que
conforman las palabras en una lucha vana y barata como la com¬
petencia. En esta batalla, los de afuera del lenguaje aprovecharían
para dividir y acallarlas aún más. Era evidente que la Be no tenía
conciencia definida del verbo ni de los valores, por lo que había
que dejarla en banda o ponerla en su sitio.
El bochorno que sintió la Be larga cuando le hicieron notar
su barriga no foe tan grande como cuando le informaron la reso¬
lución de la asamblea del alfabeto: que si no terminaba con sus
deformaciones burguesas y su básica brutalidad, la borrarían de la
Biblia, del Budismo, de los cuentos de Benedetti, de los poemas
de Borges, de las películas de Buñuel, la dejarían sin besos, sin la
balanza de la justicia, y se quedaría para siempre en la burocracia.
34
LAS HUELLAS DEL GATO
Leticia encendió un cigarrillo aunque no fumaba, puso al
fuego la cafetera aunque no tomaba café y se sentó a la mesa con
la intención de escribir. Hacía ya tiempo que deseaba intensa¬
mente hacerlo, pero el cansancio de todas las horas sobre ella
parecía provocar que sus letras brotaran en forma de graciosos
dibujos, no siempre entendibles. Sin embargo, a pesar de todo,
estaba convencida de que alguna vez podría desbordar aquella
inquietud escondida en su interior.
Antes que nada, mejor dicho antes de encender el cigarro,
poner al fuego la cafetera y sentarse a escribir, había buscado lápi¬
ces, elegido pinturas de diversos colores, lapiceras, tizas y garabatea¬
do la hoja que ahora lucía sobre una mesa llamada por ella su escri-
torio.También había escogido una serie de revistas ilustradas en las
cuales, con algún subrayado sobresaliente, se hablaba del oficio de
escribir, del arte de la lectura y el estilo, de la magia de los signos, a
las que apiló en una especie de torre inclinada cerca de la silla.
Aun cuando la cocina no tenía el mejor aspecto ni la am-
bientación adecuada para la ocasión, se dijo, tampoco era un
35
lugar inhóspito. El calor llegado desde el fogón como viento del
trópico y los maullidos desaforados del gato, su compañero, la
unían a un mundo que se antojaba irreal, pero suyo. “Como si
estuviera en la selva”, sonrió.
Un olvidado sacapuntas y una goma de borrar aparecieron
en el cajón de los cubiertos; encontró un bolígrafo de doble punta
extraviado, mientras se enorgullecía de pensar que no era de las
perdedoras de objetos. Por el contrario, la entusiasmaba acumu¬
lar todo cuanto le pareciera de utilidad.
De su única habitación había acercado una lámpara azul
que instaló sobre la mesa, hojas de papel de diferentes tama¬
ños, seleccionadas al azar entre un montón de bolsas de plás¬
tico, dos carbónicos gastados en el centro, una carpeta dura
hallada en el fondo del armario, un par de cuadernos con al¬
gunas páginas inexploradas, y ahora sí, después de todo, se
decidió a escribir.
Como se sentía encerrada abrió la banderola que estaba a
su izquierda; el viento del anochecer hizo bailotear los cabellos
sobre su rostro y le dio cosquillas. La entornó y volvió a sentarse,
esta vez cuidando de poner sobre el asiento el almohadón pintado
a mano por ella.
El cenicero, se dijo, faltaba un sitio donde descansar la fi¬
gura del cigarrillo y la brasa indefensa de la ceniza que caería,
tampoco estaba el abrecartas, la engrapadora, los marcadores, el
portalápices, aquellos elementos encontrados quién sabe cuándo
en quién sabe dónde, pero útiles. Ubicó mentalmente los posibles
lugares en donde cada cosa estaría guardada, y fue directamente
36
hasta ellos acercando de paso un pisapapel con forma de búho
que había quedado distraído en el frutero.
Por fin tomó aire al tiempo que el lápiz negro, el cual mo¬
lestaba la piel de su dedo índice: “falta de costumbre”, suspiró
profundamente. En un instante soñó con una computadora, una
autómata productora de palabras que redactara todo aquello no
dicho, o que escribiera sola, por su cuenta.
El olor del gato no la dejaba concentrar. Trató de pensar sólo
en aquello que deseaba trasmitir, como le habían dicho, pero solo
veía a una niña llorosa con su cara, un libro de escuela destrozado
una y otra vez... El humo del cigarro se le metió en la mirada
cuando el ojo miope pedía lentes. Increíble haberlos olvidado en
esta circunstancia, caviló, pero ya se había habituado a ver sin ellos.
A Leticia le parecía que éste era el momento indicado para usarlos.
Los lentes ajustados a la nariz, entrecerrando los párpados,
ella realizaría su sueño de escritora sin contratiempos, escribiría
lo que siempre había deseado. Todo estaba dispuesto: los codos
sobre la mesa, ahora un bolígrafo flotando entre los dedos, la hoja
blanca aguardando como a la espera de una decisión fantástica
que le permitiera revelarse por fin.
Cuando apoyaba la lapicera resuelta a correr el riesgo de
expresarse, el gato dio un brinco, danzó sobre los papeles expec¬
tantes sobre la mesa. En el centro vacío de la página quedaron
huellas, en un itinerario sin rumbo, como puntos y comas de
unos dedos delineados simétricamente.
Fue entonces, al recorrerlas con la vista aumentada, cuando
Leti vio con claridad lo que intentaba decir por escrito: la cocina
37
donde pasaba la mayor parte de su tiempo, los trastos sin lavar
que ya detestaba, el tarro de la basura forrado del diario que no
sabía leer, el café que ya golpeteaba la tapa de la cafetera, y esas
ansias de escribir que le llegaban desde aquel día cuando tuvo que
dejar indeleble la huella de su pulgar en el espacio de la firma.
38
una opción considerable
Aquel día, cuando comencé a escribir, sentí una molestia
progresiva hasta el punto de temblar de indignación. Era otra jor¬
nada de trabajo con la guardia intermitente de mi jefe desde su bien
ubicado mirador, y esa interacción alevosa, rutinaria entre ambos.
Reflexioné sobre algunos aspectos del lenguaje escrito y de¬
cidí verter las ideas de una vez; demasiado tiempo me han hecho
perder sueño y vigilia y llegó la hora de ver la sombra de mis
palabras, una a una, no importa con qué visor.
El tema de la escritura me ha obsesionado un tanto, lo re¬
conozco, pero ya no puedo continuar con meros juegos intelec¬
tuales sin divulgar mis cavilaciones maduramente. Si no, se me
atraganta el abecedario y empiezo a destilar una tinta ácida, ideal
para mi úlcera gástrica pero no para mi irónica esdrújula.
Fue entonces, mientras dialogaba con el teclado de la má¬
quina de texturar, cuando percibí que la causa de mi inquietud
era la altura de las letras:
Son evidentes las diferencias entre ellas, algunas sobresalen na¬
turalmente sobre otras, a simple vista un texto semeja el perfil de una
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ciudad en el horizonte, casi no se usan las letras cuadradas, pero existe
una deliberada e injusta diferenciación entre las llamadas mayúscu¬
las y minúsculas. Con las primeras se pretende imponer autoridad o,
mejor dicho, expresar un grado superior, disminuir a las segundas sin
tener en cuenta sus contenidos ni el lugar que ocupan. Porque las mi¬
núsculas son miles de voces emergiendo de pequeñas torres. Entonan
un coro diverso y sólido.
En ese instante el jefe pasó a mi lado dejándome caer una
mirada de desprecio. Era una actitud tan cotidiana de su parte
que no me intimidó, levanté levemente la cabeza y seguí teclean¬
do con pasión las letras de mi piano de escribir, pequeños tonos
de alumbramiento textual:
A veces se escriben palabras con mayúscula cuando se refieren
a algo determinado, por ejemplo a alguien: Don, Señora, Señor. Sin
embargo, amante, persona, compañera o compañero se escriben con
minúscula. ¿Han visto semejante absurdo? En ocasiones la mayúscula
está en fechas, en los meses del año, pero jamás aparece en la palabra
tiempo, calendario o agenda. ¡Qué reglas disparatadas! Se establece
que los nombres propios deben escribirse con altas, así se las llama,
porque implican particularidad. Pero ¿quiénes son los propietarios?
¿Acaso los millones de Marías y Juanes demuestran identidad a causa
de la letra mayúscula? En cambio, madre, hermano, amiga, se escri¬
ben con minúscula sin discusiones sobre su peculiar inicial. ¿No será
que nos distinguimos por razones más nobles que los nombres más o
menos encumbrados?
Esta vez, mi jefe se detuvo frente a mí y de su enorme boca
brotó una lluvia fina de saliva entre frases hirientes que de tan
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repetidas en mis oídos ya no me tocaban. Pasaron sobre mí como
mosquitos zumbadores sin llegar a distraerme y continué ejecu¬
tando mi melodía:
Después de punto, las normas académicas obligan a comenzar
la escritura con letra mayúscula, desde que ésta dejó de ser la única
figura en el primer alfabeto. Las cláusulas, pienso, tienen la misma
trascendencia salvo que los escribientes decidan destacarlas por su mi¬
sión comunicante. ¿Por qué empezar con grandes y no con chicas, con
altas y no con bajas? ¿por qué al inicio y no al final? He descubierto
en este tema un ánimo de poder sobrecogedor, una oposición que
necesita resolverse en convivencia con las letras, en el ejercicio diario
de la escritura, en el oficio de elegir la forma de acercarnos, sin exal¬
taciones personalistas ni reverencias.
Cuando la preocupación por el asunto creció provocándome
un desasosiego que me apartaba de los más elementales menesteres,
decidí consultar a un escribano para plantearle mi tesis y legalizar
una demanda en contra de editores y correctores sumisos. Me dije:
en mi carácter de escribidora tengo que impedir cualquier intento
de discriminación en el lenguaje escrito pues, al fin y al cabo, si
todos tenemos los mismos derechos, también las letras.
Pero la escribanía pretendió apabullarme con palabras rim¬
bombantes para justificar el uso y abuso de la orgullosa letra, lla¬
mada capital como la peor pena, y consideró inconsistente mi
planteo. Los escribanos no merecen llamarse así, porque no de¬
fienden el lugar etimológico de su profesión; por lo menos digo
este tipo que encontré en la sección jurídica de la planta alta,
alejado de la planta baja:
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Ya no es posible continuar el trabajo con naturalidad una vez
comprobadas las malignidades que se cometen con letras pequeñas de
bajo perfil los arrebatos emocionales sufridos por éstas cuando se opta
por la jerarquía y son sometidas a las arbitrarias decisiones de quienes
las utilizan. Las miro cabalgar en esta máquina sin la participación
de un subrayado o de otra herramienta que las destaque. Son vícti'
mas de una voluntad ajena, no de la mía.
Hoy resolví escribir esto a riesgo de desprestigiar mi imagen y
de recibir motes poco creíbles en el arte plumífero, pues quien más
quien menos tiene su verdad guardada entre montones de páginas
escritas en cualquier tipo de idioma.
En esta circunstancia, el jefe golpeó con el puño sobre
el escritorio. Fue un golpe sordo, opaco, como de aire compri¬
mido, más que una forma de llamarme la atención fue como
una descarga de fusil. Levanté la cabeza con cierto agobio, pero
no lo miré y ordené en silencio las hojas esparcidas antes de
continuar:
En el conjunto de las letras las mayúsculas son escasas, cami¬
nan desperdigadas, fueron desplazadas poco a poco en casi todos los
lenguajes, basta mirar un texto para verlas separadas. Aparecen al
principio de un párrafo o de una palabra, aisladas entre sí recayendo
su poder únicamente en la altura, en su elevación. Y cuando se jun¬
tan con otras vociferan violencia, sobre todo si son párrafos completos,
un grito enérgico. No quiero exagerar la entonación de mis observa¬
ciones, pues sé que a veces es conveniente destacar la importancia de
algo o de alguien, ¡pero no me digan que no es injusto escribir Doctor
o General con mayúscula y carpintero o albañil con minúscula!
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He llegado a la conclusión de que existen dos opciones: una, la
de ubicar a las mayúsculas entre las minúSculas para neUtraliZar
su poder inicidtico. La otrA es más compleja perO no imPosible:
eliminarlas.
en mi minuciosa tarea, pasito a paso, me estoy transfor¬
mando en oficiante de la escritura, tal vez con algo de idealismo
trasnochado en estos tiempos en que los mismos correctores de
páginas están desorientados y nadie se pone de acuerdo, sólo en
fórmulas técnicas que desesperan, a tal punto me apasionan las
delicadas tramas de las letras que, sin dudas, estoy construyendo
las bases del futuro lenguaje sobre el que escribirá la humanidad.
porque mi jefe lo sabe, es que casi no me deja escribir y me
envía a hacer trámites por las calles todo el día, aun cuando casi
no escucho sus órdenes, caídas como trampas sobre mi cabeza.
a través de la ventana que da al obelisco entraron ecos de
una marcha, me levanté lentamente y fui hasta el balcón donde
ya estaban algunos compañeros de trabajo mirando hacia la ave¬
nida. el jefe avanzó detrás de mí tropezando escritorios y sillas,
me di cuenta pero no me importó.
las letras iban con una pancarta enorme al frente, bajita
pero ilustrativa, que lucía una leyenda menuda; observé cómo
los fotógrafos de la prensa dirigían sus cámaras hacia la columna
compacta, seguramente admirados por tamaña visión.
me sentí feliz y dejé de temblar, sabía de antemano el mo¬
tivo de la sublevación: allí estaban ellas ahora, las enormes mi¬
núsculas avanzando sobre el asfalto interminable de la página en
blanco.
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el grito terminante de mi jefe, definitivo, sonó como erup¬
ción de volcán, esta vez ni siquiera alcé la vista, caminé suave¬
mente hasta la escalera, subí, y desde el cuarto escalón me lancé
con todas mis fuerzas sobre su mayúscula estatura.
44
EL ESPECTRO
El semáforo se prendió dos veces seguidas: primero rojo,
después verde. El conductor que guiaba el coche azul titubeó,
luego puso la marcha. De inmediato el semáforo cambió a ama¬
rillo y comenzó a titilar. “Atención”, pensó. Se detuvo mientras
a ambos lados automóviles de todos los colores corrían libres
sin prestar cuidado a la señal. Al momento apareció el rojo,
entonces, aflojó la atención y descansó. El sol destacaba con
nitidez las flores de los canteros que dividían la avenida en dos
grandes ríos. Los múltiples tonos lo deslumbraron invadiéndolo
de matices.
Reflexionó sobre algunas inquietudes que lo molestaban
desde hacía algún tiempo. Le proponían un nuevo trabajo, con
mejor sueldo, pero no le gustaba dedicarse a los negocios. ¿O sí?
Era una presión psíquica difícil de soportar, como el deseo de ga¬
nar en el juego pero haciendo alguna que otra trampa, así lo veía.
Siempre había deseado elevar su posición, ¿a qué otra cosa podría
aspirar?, pero el asunto consistía en hacer que coincidiera la sa¬
tisfacción personal y el dinero, la tranquilidad de conciencia y la
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comodidad. ¿Cómo lograrlo, si todo representaba una moneda al
aire de caída incierta?
En su puesto actual le habían prometido un cargo de su¬
pervisor. Era un orgullo que no podía desdeñar, pero temía la
reacción de sus compañeros. Todo esto lo mantenía inseguro,
como un prisma de cristal por el que atravesaban múltiples rayos
luminosos.
Miró la luz roja fijamente. Los pétalos de las flores en los
canteros fueron perdiendo brillo. Los letreros con avisos publici¬
tarios tomaron inquietas tonalidades fosforescentes. Un niño se
acercó a venderle violetas y él se quedó mirando los ramitos, sin
hablar. Las relaciones de pareja lo confundían aun más, siempre
interpretaban como debilidad su deseo de llegar a ser el mejor.
“No tengo estímulos”, meditó, frotándose las ojeras. El semáforo
cambió por fin al verde; en tanto volvía a poner la marcha pasó
de súbito al amarillo y una multitud de negros automóviles se le
echaron encima desde la calle transversal. Atento, movió la palan¬
ca de velocidades y apagó el motor.
Su vida estaba signada por los reclamos. Desde niño, su
madre ejercía un fuerte poder sobre él. Le pedía mayor indepen¬
dencia al mismo tiempo que le demostraba su insignificancia
frente a ella. “Maldita vieja”, sonrió con un dejo compasivo de
amargura. Los compañeros de trabajo le pedían compromiso
con el sindicato, los jefes mayor eficiencia, ¿cómo saber quién
tiene razón? “La gama de colores que presenta el espectro es
de tal forma infinita, que resulta imposible elegir”, reflexionó,
“¿quién soy yo?”.
46
Sintió que sus manos se iban enfriando. A ambos lados de
su carril dos coches aguardaban el paso, igual que él. El coche
blanco tenía los faros encendidos, lo que lo hizo reaccionar. No
había percibido que su auto estaba con las luces apagadas. Las
prendió; una lluvia de partículas anaranjadas cubrió el espacio de¬
lantero quedando suspendidas en su retina. Redujo la potencia de
las luces al mismo tiempo que continuaba con sus pensamientos.
No se explicaba por qué había gente a la que irritaba su ma¬
nera de ser. Tal vez veían en él lo que no osaban ver en sí mismos.
A lo largo de su existencia había optado por hacer lo que debía,
pero en su fuero íntimo deseaba hacer todo lo contrario. “No seré
el único”, se dijo. Sin embargo, no se sentía cómodo, había algo
que lo dejaba sin justificación, siempre le quedaba alguna duda.
El coche verde que estaba a su izquierda emprendió veloz
camino y lo miró con una sonrisa metálica que él tradujo como
irónica. Puso entonces sus manos en el volante desafiando al se¬
máforo. Este estaba fijo en el rojo. Vaciló cuando vio que el coche
blanco de su derecha prosiguió viaje tras el verde. “No piensan
en que pueden causar accidentes al no cumplir las reglas”, habló,
en voz alta, como esperando que alguien lo oyera, y no arrancó.
Estiró sus miembros y notó la frialdad que se iba apoderando de
sus piernas. Se sintió fatigado como nunca.
La noche resplandecía a través de las luces de los faroles de
la avenida, que se cernían como fantasmas sobre el coche azul,
diluyéndolo en claroscuros. Observó que había decrecido el ruido
exterior que lo había hecho cerrar el vidrio de la ventanilla. En
cambio, los colores de las letras en las fachadas de los comercios
47
se hacían más intensos. Parecía que las rodeaba un movimiento
colorido que lo obligaba a leerlas. La sirena de una ambulancia
lo rescató de sus reflexiones, vio la cruz roja reflejada en su espejo
retrovisor. Un escalofrío prolongado lo recorrió, luchaba contra
una amenazadora ilusión parecida al miedo.
Estaba casi convencido de la necesidad de medir los pasos
para no equivocarse. Asegurar el futuro en cada pisada, pero tam¬
poco perder de vista hasta dónde quería llegar. “Tengo que ser
paciente, no correr riesgos inútiles”, consideró, “en una situación
de crisis todo es inestable, para qué correr”.
Experimentó sensación de hambre pero fijó la mente en
sus problemas y logró sublimarla. La noche se había oscurecido
de tal forma que sólo centelleaba el círculo amarillo del semáfo¬
ro. Parecía un sol inmenso, tanto que le ardieron los ojos. Puso
en marcha el coche para calentar el motor. “Tal vez me distraje”,
dijo al espejo, “y no vi cuando pasaba al verde”. Verde, pensó, le
gustaría estar tendido sobre el pasto, llenarse de aire limpio los
pulmones. La calle desierta lo asombró, ¿habría pasado mucho
tiempo? El calor del motor lo ayudó a aliviar en algo el dolor
que sentía ahora en todo el cuerpo. Sin darse cuenta se había
ido entumeciendo poco a poco. El semáforo lo miraba como
cíclope, ahora otra vez rojo sangre. “¿Estará descompuesto?”, se
preguntó.
Miró a su alrededor, no había gente, ni autos, ni perros, ni
patrullas, nadie. La calle se abría enorme, incierta, ofreciéndole
todo su espacio libre. Reconoció el temor ahora y tembló. Puso
primera y estaba por arrancar cuando el semáforo bruscamente le
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guiñó y volvió al amarillo. “Atención”, repitió, “no está dañado”.
Siguió esperando.
El sueño le sobrevino de improviso. Se presentó en diferen¬
tes planos superpuestos, como un collage de focos que se prendían
y apagaban. Sus párpados cayeron cansados y se durmió.
Despertó asustado. El asiento del coche estaba mojado, le
dio mucho frío. Las articulaciones eran como nudos que se apre¬
taban más con el movimiento. Quiso incorporarse para salir pero
no lo logró. Vio el día amarillento que se asomaba a través de los
vidrios sucios. Bajó el de su lado; entre el ruido creciente de la
ciudad y el aire cálido terminó por despertarse.
El semáforo continuaba en rojo. Se puso nervioso, la boca
amarga, llamaradas en sus pupilas. Prendió el motor con rabia,
esforzándose por mover los dedos paralizados, en tanto los autos
multicolores corrían a ambos lados. Los vio grises, borrosos. Pasó
la mano por su cara y le raspó la barba crecida.
Mientras las lágrimas de colores descendían en tropel des¬
de sus ojos inflamados, el semáforo destelló un color impreciso,
indefinido, neutro. Un torbellino de luces subió hasta su rostro.
Entonces, antes de empalidecer hasta el blanco, pudo ver la luz
verde del semáforo que le daba permiso para continuar la marcha.
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COLECCIÓN CASI COMPLETA
A la memoria de mi maestro,
el poeta guatemalteco Carlos lllescas
Desde tiempos inmemoriales la letra Ce había sido para
mí un dolor de cabeza, una sensación de crisis cerebral continua.
Cuando aprendí a leer, ella hacía titubear mi brillante leCtura,
¿cómo pronunciarla? ¿como Ese? ¿como Zeta?, más aún cuando
escribía, ¿en qué casos utilizarla si se tornaba engañosa para escri¬
bas y comunicadores?
Es que aprendemos antes que nada la forma de las letras, la
pronunciación de sonidos que parecen chistidos o globos desin¬
flándose —en este caso—, o cascados cortes, pero no su origen,
los signos creados para comunicarnos. Aun cuando la C, con su
joroba de camello, era consciente de lo que le debía a la Ge, las
preguntas se sucedían cíclicamente sin contestarse.
Ciertamente, me costaba definir los límites entre Ese, Zeta
y Ce, no tanto con la Ka, que por su carácter extranjerizante
procuraba no usarla con frecuencia en la escritura. Además, por
su aspecto arquitectónico, la Ka siempre me había parecido más
constructiva para las palabras kalle o kasa, no para la cebra, por
cierto.
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Como mi interés era escribir, con el paso del tiempo y al¬
gunas reglas ortográficas aprendí a manejar a la Ce como si con
ella timoneara una avioneta. No por ello perdí ciertos prejuicios
que condenaban su existencia, así que abandoné por un tiempo
mi inquietud por otras letras menos cuestionables, y asumí de
lleno el cuidado por la Ce buscando encontrar algún motivo que
la calificara y me conciliara con sus cláusulas cómplices.
Compré cuadernos con hojas de colores para escribir Ces
de diferentes formas y tamaños, así como palabras que amenaza¬
ban comenzar con esa confusa letra. Después de cincuenta y cua¬
tro cuadernos completos de palabras iniciadas con Ce, consulté a
catedráticos capacitados en la lengua para no confundirme y caer
en cacerías sin control que me cargaban de culpas. Menudo com¬
plejo el mío ya que ellos acentuaron mi caótico comportamiento.
Cada palabra nueva descubierta me causaba gran entusias¬
mo, cosquillas y contoneos involuntarios; corría a escribirla co¬
rrectamente en mis coloridas cuartillas, pero siempre había algo
que me dejaba cargando la cruz en la cúspide de la cólera.
Sin dudas, la Ce tenía algo de contradictorio, tal vez por¬
que con esa letra se puede escribir desde cariño hasta cabrón, de
comicidad a cadáver, de la cerrazón a la clarividencia. De todas
maneras, el acto de escribirla me había ofrecido la posibilidad
de compenetrarme con ella, y su forma de cuarto creciente me
permitía estar en la luna cantando durante largo rato mientras mi
madre creía que estaba centrada en el colegio. En esta circunstan¬
cia clandestina me gustaba crear códigos de comprensión, en tan¬
to volaba como un cohete por el cielo dejando cautos paréntesis
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casuales entre las letras del abecedario. Como ella era un parén¬
tesis yo tendría que esperar callada hasta conocerla en su justo
centro.
Un día pensé que la inseguridad que me causaba podría ser
consecuencia de su propia indefinición. Era la mitad de todo, de
un globo aerostático, de una naranja, del sol, de una cara, de un
cero. Tal vez, hasta la letra O se burlaría de ella por in-conclusa
aunque formara parte del círculo y la circunferencia; pero cuando
percibí que en la letra manuscrita la Ce parecía una espiral, me
pregunté si no sería más profunda de lo que aparentaba, mejor
que cualquier círculo vicioso que no conduce a nada. Así fue que
recordé la belleza clásica de los caracoles y me dediqué a coleccio¬
narlos con la convicción de a-cercarme cada vez más a esa letra
de cuento corto.
Guardaba las caparazones junto a los cuadernos —que en
ese entonces llegaban a ciento cuarenta y cinco— convencida de
su cadencia cautivadora. La Ce tenía derecho a continuar en el
mundo conocido de la lengua castellana y a coexistir con la co¬
munidad letrística.
Cuando conocí a Carmen yo estudiaba Letras; ella me
mostró, a manera de presentación, un collar con una caligráfica
Ce que colgaba ceremoniosa de su cuello, y capté conmovida que
se veía complaciente y coqueta. Centelleaba cristalina, caía como
cascada sobre su camisa celeste con cierta candidez. Con Carmen
conversábamos a menudo de concursos y clases en cualquier café
de la ciudad de Cuernavaca, y una vez me confesó entre copa y
copa de su gusto por el cognac y la cerveza y su cuidado obsesivo
53
por las cajas cerradas con clavos como cofres de castillos celtas.
Fue una sorpresa colosal para mí pues la encontré cercana, y ahí
nomás cancelamos las cuentas cantando a coro cuatro o cinco
cumbias colombianas.
Después conocí a Carlos en la cátedra de crítica, culto, cen¬
trado, ante mis cuestionamientos fue contundente: la clave de mi
celo por la Ce, se debe a que todos los caminos conducen a ella,
cita conocida pero compleja en el caos de las ciudades cosmopo¬
litas. Yo le había contado de mis conflictos con aquella letra y me
comprendió cabalmente porque él amaba como yo las caricias y
las cantinas, pero no la crueldad y el cinismo.
Carmen y Carlos, y después Claudia, pasaron a ser mis
caros compañeros, compartían mis cavilaciones, consultas,
consejos, cursos, hasta que una ocasión célebre comprendi¬
mos que la Ce es una letra curiosa con aspecto de cinturón
sin abrochar, candado por cerrar. Consideramos que el alfa¬
beto debería llamarse Cedario, un concepto concebido como
celebración a una letra común, que se incorporaba al cine
y a la cultura en general sin necesidad de cercos, claques y
cabriolas.
Cansada ya de influencias ceístas, casualidades, compe¬
tencias, decidí cogerla por los cuernos. Al fin, ella conforma el
corazón y la cabeza, partes cruciales del cuerpo, tal como la cara
y su contrario. Me dio gusto comprobar coincidencias y contra¬
riedades, canales de comunicación en los humanos. No en vano
desprecio los castigos, la cobardía y combato con confianza por
conquistar una contundente conciencia crítica.
54
Desde ese momento pensé que en lugar de Ce podría lla¬
marse Co, y co-laborar, co-operar, con compañeros y compañeras
por el cambio en el lenguaje, pero con el correr de los años sobre
mi empecinado cerebro, me di cuenta de que los nombres de las
cosas no tienen caso. Son como celdas vacías. Por eso me dediqué
concretamente a contar claramente.
Me congracié con ella por completo cuando al revisar mis
ya cuatrocientos cincuenta y cuatro cuadernos de palabras co¬
menzadas con ce, descubrí una multitud de hoces alzadas entre
las letras de centenas de cartas llegadas a mis costas. Casi caigo de
cubito por la emoción. Hasta coreé consignas caducas.
Entonces, coloqué a la letra Ce frente al espejo cuadrado
del comedor y vi su otra cara allí, completando su figura con
un hermoso signo convexo que parecía sonreírme con la boca
de costado. La concavidad de la Ce mostraba su característica
de canción incompleta, de crimen sin cometer, de carretilla sin
cargar. Y la imagen convexa de la letra convocaba en su reflejo
al ciclo completo: la común certeza de los que miramos más allá
del convencionalismo cotidiano construyendo caminos compar¬
tidos. Fue entonces, claro, cuando la saqué para siempre de la cár¬
cel y de la censura y nunca más me tiré de mis castaños cabellos.
55
LA BASURA
Estuve en plena descarga de basura toda la mañana. No
había ni pizca de sol. Bajé los pulidos escalones con cuidado, para
no esparcir entre los vecinos los olores incomprendidos de los re¬
siduos. La basura llega siempre por la noche, aunque sin horario
fijo, acumulando los desechos del día que acaban pudriéndose;
después tendré que volver a reunirla paciente y a vaciarla como
corresponde a un ciudadano preocupado por la higiene pública.
La de anoche subió por la ventana que da al sur. Fue un
giro súbito que no dio tiempo a cerrar los postigos, abiertos de
golpe, casi hambrientos. También entró barro adherido a las sue¬
las de mis zapatillas y fragmentos de galleta que alguien dejó caer,
tal vez en la desesperación por ingerir o masticar. A esta materia
hay que sumarle la basura incorpórea que se apila con el paso de
los años, envejece y se descompone adentro de tanto amontonar¬
se en espacios de soledad. Aunque esa afortunadamente no ocupa
demasiado lugar.
Y hay otra que llega sin darme cuenta, no sé si desde aden¬
tro o afuera, la que descubro en el aire cuando al salir de la ducha
57
me enfrento a una neblina de partículas vagabundas que rebotan
en el piso o en el techo y me dejan el cabello rispido, la piel sinuo¬
sa, si así puede llamarse a una senda extraña de vetas parduscas
en la cara.
Si en algún momento atravieso el rayo que filtra por el vi¬
drio de la banderola, siento cómo me invade su presencia, tan
altiva que no puedo evitarla. Desde su asiento flotante parece
dominar la situación con aire de basura digna. Ahí está, difu-
minándose en los resquicios de las baldosas por donde caminan
hormigas, en las grietas de las paredes, como gotas de humedad o
manchas que se derraman sobre mi cuerpo.
Cuando se instaló en mi pieza, hace ya unos cuantos años,
supe que mi basura tenía mucho de indiscreta, era una presencia
vigilante e ineludible. La observé con cierto beneplácito: “visitas”,
dije, y me dispuse a reunir fósforos apagados, pelusas, pelotillas
de papel, sedimentos de polvo, objetos descartables que parecen
no tener importancia, que no se sabe de dónde surgen ni adónde
llegarán. La visión comenzó a hacerse constante día a día y noche
a noche, y su desenfado me comprometió de tal modo que el
examen minucioso se transformó en una rutina obligatoria para
la convivencia.
Antes la habitación que ocupo lucía prolija, el tema de la
limpieza no me quitaba el sueño, ni la palabra pulcritud afectaba
mi espacio textual. Más bien sobrevivía como tantos en medio de
la impureza de la calma. No obstante, las bolsas de plástico co¬
menzaron a ser insuficientes para descargar la basura recolectada
en mi casa sobre el montículo de la calle. Bajaba los tachos con
58
agitación correspondida, contando los peldaños de la escalera que
tantas veces tenía que recorrer ida y vuelta.
Al mismo tiempo, iba desarrollando un sentimiento piadoso o
de respeto hacia esa criatura que demostraba carácter en su estampa
casi artística. Se estremecía a sí misma y parecía danzar cuando ca¬
libraba su variable peso. Entonces, dejé de someterme al riego de la
ducha e inventé una especie de juego en que la esperaba con ansias,
cada encuentro tenía un aspecto de clave que despertaba mi curio¬
sidad. A veces llegaban objetos informes colados por el tragaluz res¬
quebrajado de la cocina, y en la mezcla aromática yo creía encontrar
un color o varios, según la hora del día. Otras, encontraba pisadas
en el quicio de la puerta, rastros de algo que parecía haber entrado o
salido sigiloso. Cada pista disparaba una nueva clave, cada vez más
difícil de desentrañar, pero también más desafiante.
Lo más provocador fue cuando empezaron a arribar avisos
ilegibles, volantes con letras extrañas, trozos de documentos ta¬
chados, cartas manuscritas como si fueran rompecabezas, pliegos
que parecían versos corregidos. A esto se sumaron recortes de
diarios con noticias inconclusas rasgadas en mitad de las pala¬
bras y fotos mutiladas por láminas de tijera. Esa circunstancia
no pude soportarla, me asaltó un mareo y caí al piso como una
bolsa. Después de despertar del desmayo me armé de una escoba
y me dediqué a acumular cerros de desperdicios en los rincones,
los que me hicieron sentir en la placidez de un valle. Las letras
no eran del alfabeto usual y por ello me desconcertaron, pero
los grafemas despertaban sonoridad al caer al piso, una forma de
llamado extemporáneo, rítmico, al cual no sabía cómo responder.
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Un día llegó un pájaro moribundo. Supe, desde que lo
encontré despatarrado bajo la ventana, que había sido enviado
como un resto abatido del cual ya nada se puede esperar. Su pe¬
cho abultado subía y bajaba con un movimiento que me produjo
escalofríos, algo así como pena mezclada con sorpresa. En pocos
segundos, ante mis ojos, se transformó en basura, y esa noche
ya no pude tenderme en el valle a descansar. Soportar la visión
del proceso de conversión del movimiento en quietud no había
sido tan doloroso como distinguir el breve pasaje hacia el descarte
completo.
Pero poco a poco la cotidianidad de esas visitas, los sig¬
nos que aparecían desdibujando las reglas de los primeros juegos
inocentes, el placer de aquella coexistencia multitudinaria, me
llevaron a aceptarla como a una acción colectiva de la naturaleza
que permite la comunicación a través de los restos, una serie de
significados transitorios que es necesario develar para completar
el sentido mayor.
Ahora permanezco en la habitación en el intento de des¬
entrañar palabras totales tiradas en los renglones del piso, o de
reconocer mi propia mirada en los crecientes despojos. Entablo
un diálogo sin resistencias, armo mi acertijo eligiendo cada pieza
en correspondencia.
Esto sucede avanzada la noche, cuando la ciudad respira
por las cañerías, no se ve a nadie y las ratas salen a corretear bus¬
cando alimento. Tal vez sean ellas las que arrojan lo que no les in¬
teresa como un disparo al aire, las sobras se elevan y penetran por
los cristales traslúcidos del apartamento y atraviesan el parabrisas
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de mis anteojos. El viento empuja los desechos más livianos hacia
mí, me tocan y vuelan, perdiéndose. Los he visto borrosos cuan¬
do planean al entrar en la pieza, picoteando apenas las tapas de la
ventana que siempre dejo abiertas.
Una vez, antes de anochecer, me atreví a leer envíos que la
basura transporta en papeles arrugados. Fue tan grande mi asom¬
bro que decidí guardar ese tipo de recados en un cajón donde
deposito los descubrimientos extraordinarios. Ella es la basura
que me visita con más frecuencia. En los mensajes descubro tex¬
tos que nombran sobras intemporales arrastradas desde cualquier
lugar, que despiden emanaciones perturbadoras pero pueden ser
recicladas y convertidas en historia. Y pude esconder allí relatos
que se fueron escribiendo con palabras fragmentadas, pegoteadas
en hojas de diferentes tamaños y colores, sin fecha de llegada,
alojadas al azar con un sentido altamente literario.
Para residuos de otro calado recurro a una caja de cartón de
grandes proporciones, donde clasifico en forma pormenorizada
los distintos materiales. En este caso, los papeles o páginas de
libros están claramente descartados hacia el cajón extraordinario,
por ello esta gran caja puede ser desechada en el momento nece¬
sario, a lo mejor cuando está llena. El cajón, en cambio, perma¬
nece insondable.
Eso sí, elijo lo que todavía puede ser útil, para no repetir
errores de la mala memoria y buscar después lo que ya está perdi¬
do, aunque sea una pequeña hebra o una semilla. Mientras tanto,
tengo mi casa abierta al aire para que ingrese toda la basura posi¬
ble, sin frenos de puertas y ventanas. Procuro conocer los secretos
61
de cada desperdicio que se acerca, penetrar hasta el misterio del
gestor que habita en su real contenido, percibir su pasado.
Ya casi no uso recogedor, ni es indispensable el agua ni
la limpieza, me gusta archivar la basura sólida con mis propias
manos a medida que la traduzco. Tiro hacia el cielo lo que no
sirve, cuando velozmente pasó hacia la inutilidad definitiva, o lo
deposito en la calle después del desayuno, durante toda la maña¬
na. Necesito espacio donde caminar por la senda de migas de pan
que se dirigen hacia mi cama. A mi alrededor queda un atajo ilu¬
minado por un reguero de restos junto a una cordillera de buena
basura, incluso excelente, suelta o en cajas, lista para salir.
La clasificación resultante la he calificado de la A a la Z, y
las primeras selecciones me llegan al alma, por eso no me molesta
que se metan en mis libros en diálogo con los ácaros y la espesa
pelusa de los estantes. Aguardo la marcha de las horas para ob¬
servar la llegada de nuevos mensajes junto con la noche y pro¬
seguir el transcurso de sus huellas. Es más, algunos textos que
creía desechables, les he encontrado una razón de ser y de dejar
de ser, como cualquier ser viviente, en un encuentro interesante
de términos, y dentro de mis recipientes ellos se han convertido
en basura rescatable. Incluso algunos parecen terminar en sílabas
de mi nombre. Creo que podré encasillar los restos calificados en
cuadrículas verticales y horizontales para inventar nuevas pala¬
bras en los cruces de caminos.
Todavía no han llegado las respuestas que espero, ni resca¬
tado del olvido lo que ha sido tirado por otros sin miramientos, y
cada día que pasa se acrecienta mi ansiedad junto con las pilas de
62
residuos. Pero si en algún momento logro dormir, soñaré cómo
recrear el rostro descompuesto de la basura, definir sus rasgos en
vuelo, procesar su progresiva materia mortal, rescatarla del mun¬
do incómodo de los basurales. Así, en la mañana, cuando salga el
sol, no sentiré el peso de este cuerpo que bolsa a bolsa hago girar
como remolino sobre la ciudad.
63
EL JUICIO FINAL
/A la memoria de Marosa
—No me gusta —dijo el Escritor, arrojando hacia el suelo
en forma de bola la hoja apenas leída—. Es incomprensible—ex¬
clamó con un rechazo que de tan exaltado parecía admiración.
Era un tipo con cara algo enrojecida por el sol de diciembre
y unas cejas prominentes que parecían plumeros, el pelo largo en
la nuca, aunque el casco empezaba a pelarse. En el espejo del lu¬
gar se agrandaba su imagen, al punto que parecía otro. Estábamos
en una confitería céntrica, sitio de reunión de los grupos que,
a modo de tertulia, acumulaban conocimientos en intercambio
cotidiano.
No era la primera vez que yo escuchaba esta expresión, no
sólo acerca de la lectura de autores nuevos o desconocidos, como
en este caso, sino sobre otros que no tenían una firma de alguien
que los presentara y les diera un aval previo. De haberla tenido tal
vez la apreciación hubiera sido distinta, aunque la respuesta po¬
dría variar: “lo conozco, es malo”, y se lo desacreditaba de entra¬
da, o “no está mal, es buena gente”, y la oportunidad estaba im¬
plícita. Al margen de la opinión académica que oscilaba ambigua
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o perlada de tecnicismos, por lo cual nunca se podía saber si eran
razonables o independientes del juicio de turno.
“Todo es válido”, solía decirse, o “este autor escribe para sí
mismo”, o “esta persona es mediocre”, o “este texto es cómplice”,
reflexioné primero, repasando distintas fuentes, mientras escu¬
chaba las palabras terminantes del Escritor, y luego lo pronuncié
mirando a un parroquiano que desde una mesita a nuestro lado
revolvía el café sin decoro, al punto de salpicar la tapa de un pe¬
queño libro de poemas de Amorim que dormía sobre su mesa, a
un paso del azucarero.
El vecino me devolvió la mirada con un gesto de abati¬
miento, creo que entendía de qué se trataban mis frases inco¬
nexas, pero resolvió ampararse en el silencio, como un crimen
reconocido del que nadie se hace responsable, aun cuando él pa¬
recía ser como yo, un simple amante de los libros. Me dio para
pensar que la poesía no estaba ajena a su antojo, por el librillo de
la mesa y por su mirada clara, con los lagrimales a punto de esta¬
llar. Tampoco al Día de los Trabajadores, pues esta fecha titulaba
en grandes letras su acompañante plaquette poética. Sin embargo,
yo seguía ojeando en mi entorno buscando cómplices más de¬
cididos, o un testigo que me diera una mano franca en aquellas
lides casi perdidas ante las expresiones más comunes y vagas de la
apreciación literaria.
-“Si es mi amigo no escribo sobre él”, o “es mi amigo, tengo
la obligación de comentar su obra” -continué hablando, después
de una pausa, repitiendo lugares comunes que había escuchado
de boca de algunos comentaristas de las secciones de cultura en
66
esa misma cafetería. Al escucharme, esta vez el hombre de al lado,
que tenía lentes y labios muy finos, dirigió sus ojos a los míos
como si me conociera:
—Es cierto, amigo —dijo en voz alta— se mezcla lo perso¬
nal con la obra, salvo excepciones, y hay una especie de rutina en
muchos críticos que los distancia de la intención del texto-.
Se comprometió esta vez, sonrió y lo sentí cercano, por lo
menos en lo que me pareció un similar interés por la literatura,
como si ambos deliberáramos sobre el difícil oficio de escribir
y su resultado, el que nos daba un placer inimitable, por enci¬
ma de otros temas. El del autor, por ejemplo, que merecía otro
tratamiento.
En aquel momento pude sorber mi jugo de naranja como
si fuera del último naranjal, más relajado y menos solitario, en la
confitería más linda y popular de Salto. Por las ventanas asomaba
un día temprano sobre la plaza, con su iglesia un tanto envejecida
en aquella mitad de siglo, y sus torres habitadas por palomas,
mientras unos equinos tiraban de un carro cargado de botellas de
leche. Otros sonidos alentaban la hora del desayuno en la peque¬
ña ciudad, voceando las ediciones de los últimos diarios. Busqué
una moneda para comprar La Prensa, pues no habían llegado
los periódicos de la capital, aunque la radio era nuestra principal
información y para quienes nos interesaba la cultura todos los
medios eran bienvenidos.
—Coincido con el señor —reiteró el vecino de mesa, acer¬
cando la silla casi sin hacer ruido— a pesar de que sólo soy un
Periodista y no frecuento grupos de intelectuales, esos ejemplares
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impenetrables que se exaltan y se descalifican entre sí, en cual¬
quier sitio. Rivalizan igual que en el deporte, parecen jugadores
de fútbol de un mismo equipo mirándose al espejito en el banco
de suplentes, disputándose un puesto aunque sea por cinco mi¬
nutos. No quiero decir que sea el caso, pero reconozcamos que
aquí no existe la verdadera crítica literaria, somos pocos y nos
conocemos y todo es más difícil que en la capital.-
El Periodista no era viejo, solo parecía cansado de la vida,
se notaba en su camisa de manga larga, arrugada como la frente.
Mientras, el Escritor fumaba todo lo que permitían sus
pulmones y de su boca salían círculos de humo desordenados que
humedecían las galletas expectantes en un platito blanco como
un hueso. Movía la cabeza despacio, de lado a lado, y sus dien¬
tes se dibujaban entre la niebla casi mordiendo palabras que no
oíamos.
—No voy a hablar sobre la lucha de generaciones, imitan¬
do una y otra vez a las vanguardias unos, creyéndose nuevos, clá¬
sicos los otros repitiendo clisés. Los parricidios, por ejemplo, se
mantienen en todas las épocas, peleando un espacio que es de
todos... —dijo el Periodista que seguía revolviendo el café hasta
el infinito. Y mi opinión —subrayó— vale en todo el país.-
Había levantado el pocilio de su mesa y apoyado el plato
a la izquierda del mío. La sencillez de la charla era así, nada ex¬
traordinario, como las leyendas escritas sobre las mesitas veteadas,
que muestran claramente palabras o frases sin autor, no siempre
entendidas pero sinceras. O a lo mejor, tan simples que se está
obligado a escudriñar más en su contenido.
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—Sobre todo los matricidios —agregué irónico con un
dejo afrancesado, recordando las dificultades de las grandes poe¬
tisas de principios de siglo... -Y a pesar de ello —continué— los
jóvenes pueden morir sin lograr un sitio donde difundir sus crea¬
ciones y las mujeres sin tiempo para ser lo que ellas desean.-
—La lucha entre hermanos que desvivió a Melitón Alfonso
—prosiguió el Periodista a continuación de mi comentario— es
como si la moira griega o el peso del cristianismo bíblico hubie¬
ran cargado con ganas esa cruz de lidias y no se pudiera escapar a
un destino trágico o a un futuro de conflictos, aun en el campo
de nuestra cultura-.
-Pero muchos se resisten, o mejor dicho, lo aguantan sin
drama, y sobreviven- dije jovial, en un juego de palabras-. Capaz
que por inteligencia pelean con sus decires, no con sus iguales.-
-Seamos culturalmente optimistas- afirmé-. -Los que quedan son
los libros, los hombres no-.
El Escritor silencioso me miró con un poco de desprecio
en su rostro, tampoco era el Martín Fierro un poema de su pre¬
ferencia, y la cita de los hermanos era evidente que no lo seducía.
Afuera había empezado a llover, satisfactoria consecuencia
del calor sofocante, el mozo se había detenido en la puerta en ac¬
titud de contemplación ante la falta de clientela, pero yo pude ver
cuando se acercó la jovencita al teléfono de la pared. Ella estaba
sentada a dos o tres mesas de la nuestra, sola, lo que no era fre¬
cuente, y nadie se había acercado a ella. Entonces noté en su apa¬
riencia a una mujer vulnerable. No pude menos que escuchar su
voz, ya que la confitería no era espaciosa, aunque la más amplia
69
de esta ciudad norteña; la barra, junto a la cual estaba el teléfono,
quedaba a mis espaldas y se advertía que ella, la joven, intentaba
hablar en voz baja. Casi en clave dijo: — Sí, es él, lo reconocí, pero
dice que no con la cabeza ,..
Supuse que hablaba de nosotros porque en todo el nego¬
cio, sólo tres, de las numerosas mesas, estaban ocupadas: la que
estábamos el Escritor y yo, la del Periodista, y en el fondo una
habitada por una pareja alejada de la realidad.
—Y el combate por el espacio es cruel, se busca aunque
sea un rincón-, dije sin pensar que podía confundirse con algo
sideral, y hasta me hizo pensar en el poder de turno—, finalicé el
párrafo aumentando el tono para llamar la atención de la joven-
cita pelirroja, que a esa altura regresaba cabizbaja a su mesa vacía.
—Conozco ese mundillo más cercano a la realidad que a la
ficción, porque como Lector he escuchado y visto muchas injus¬
ticias, y me duele, por el sufrimiento de la literatura y por lo que
ella se pierde. Afortunadamente las palabras se unen para salvar
su vida por encima de quienes las usan- continué, haciendo una
especie de alegato en el aire que no pasó inadvertido para la mu¬
chacha, quien revelaba una progresiva tristeza.
Yo no poseía criterios técnicos para interpretar las bonda¬
des de un texto literario, pero el ejercicio de leer me daba una
mínima base para intuir lo que podría permanecer y lo que no.
A partir de ahí seleccionaba mis lecturas, con mucho de placer y
un criterio propio. Aunque apenas empezaban a trascender los
libros nacionales, yo les otorgaba un lugar prioritario, poca era la
crítica y el ensayo, cierto, pero había muchos poetas escribiendo
70
y también narradores jóvenes. Leerlos era una práctica en la que
incurría desde años atrás, casi automática, en oportunidad de co¬
nocer nuevos autores, sin analizar en demasía. Ahora dije lo que
dije porque el Escritor seguía moviendo la cabeza a los lados ne¬
gativamente, murmuraba enérgico expresiones de rechazo acerca
de mis palabras, y había tomado un lápiz de su bolsillo con el
que tamborileaba más que haciendo música como gatillando un
revólver.
Los libros se acumulaban en grupos frente a mí desde que
había descubierto mi pasión, sus carátulas me seguían a donde
fuera, pero cada vez quedaban menos en mis estantes, tal vez ellos
mismos se excluían por autocríticos o selectivos, pero yo siempre
estaba abierto a darles una nueva oportunidad. De ahí que repetía
la lectura una y otra vez. Además, a la única librería de esta ciu¬
dad llegaban por cuentagotas, así que había que aprovecharlos.
Por eso, en ese momento me quedé suspendido entre el alerta de
aquel estilo drástico del Escritor, su menosprecio hacia los otros,
y una reflexión humanista que me asaltaba de vez en cuando.
El Periodista arrimó más su silla sin permiso y señaló:
—Algunos se empeñan en ser escritores, otros lo son sin propo¬
nérselo, pero no todos los que escriben son escritores, ¿verdad?
¿Y si nadie leyera, qué pasaría?...— envió la mirada oblicua al
callado magnífico, esperando que su camisa impecable le aportara
un poco de luz.
Pude advertir que la jovencita escuchaba atenta y tenía
los ojos llenos de lágrimas, pues me miró muy fijo cuando el
Escritor pateó con violencia la hoja arrugada que había quedado
71
impertérrita junto a su pie. Me llamó la atención el color intenso
de los labios de la muchacha y los anillos en sus dedos que no se
correspondían con sus escasos años, tenía algo de ingenuidad en
su apariencia, pero también de mujer. ¿Sería ella?, me pregunté.
El Periodista perpetraba nuevas preguntas: —¿Vale separar
la persona del escritor para el análisis de la obra? ¿O los dos son
uno? —seguía— un dilema ético entre la benevolencia y la ma¬
licia u otros paradigmas en torno de la belleza, ¿cuál sería cuál?
¿cuál sería verdadero?—. Sonó una pausa. El lugar, que era un
poco de todo: cantina, boliche, confitería, también quedó sus¬
pendido en la duda, la reflexión se impuso como el día.
—¡Carajo! —me salió— ¿será que es sordo? ¿o no le intere¬
sa ir más allá?— casi interrogando de frente al Escritor que seguía
allí, con su camisa blanca, sin decir palabra ante la confusión
desatada con intenciones de explicar el mundo desde la mesa de
un café, pensando solamente en aquello que podría ser mejor.
.—No quiero complicar la conversación o por el contra¬
rio ser demasiado superficial —viré hacia el Periodista— pero
sin escritores, tal cual, no podría leer los libros que leo. Así que
recapitulemos.
—No vale nada, es un delirio—volvió a repetir furioso en
voz aguda el Escritor después de romper la punta del lápiz en
el borde del platito. —¡Que se dedique a la cocina, o a plantar
flores! —.
Seguía en sus trece sin desvelo, con la mirada enturbiada
hacia no sé dónde, tercamente. Parecía tener más derecho que
cualquier lector a opinar sobre aquella hoja firmada con un
72
nombre de mujer, y lo hacía apasionadamente mientras yo duda¬
ba, con la incerteza de quien sabe que no tiene todas las cartas en
su manga ni todas las verdades ciertas.
Si el hombre decía lo que decía era porque su trabajo
principal de escritor lo había hecho indiferente a otros porme¬
nores de la literatura, pensé, porque si bien no éramos amigos,
lo conocía bastante y sabía que ganaba por opinar no sólo por
escribir.
Ella, la chica de la mesa de al lado, en ese momento tomó
un manojo de magnolias que estaba a su costado, sobre una silla,
y lo deshizo como sonámbula, después abrió la cartera, sacó un
espejito y una caja con dibujos de mariposas, y comenzó a empol¬
var su rostro desde la frente hacia abajo, con movimientos breves
golpeando las mejillas como al vidrio de una ventana. Repasó a
continuación sus labios de un rojo subido, con un lápiz que ex¬
trajo de su bolsa, y poco a poco, los párpados se fueron cubriendo
de sombra azul, las pestañas arqueadas de negro, apareciendo una
imagen suya que pareció de circo.
—Yo, como Lector-, dije al Escritor con la sospecha de que
no me escucharía, porque se le veía fuera de toda realidad a su al¬
rededor- me siento semejante a los que escriben, porque al leer un
libro puedo cambiar de países y continentes en mi cabeza como
si estuviera en una eterna travesía. Leo mi propia lectura, rehago
los textos en mi imaginación, recreo...—.
La muchacha, a la espera de quién sabe qué milagros, es¬
trujaba algunos pétalos blancos de los que me llegaba el aire per¬
fumado. Se levantó entonces, lívida, y pasó junto a nosotros en
73
actitud desafiante, clavando la mirada al gesticulador que la si¬
guió viendo, pero no se inmutó.
—Qué contradicciones se plantean en este universo de las
letras —esta vez me expresé con cierta cortedad teñida de recelo
mirando al Escritor que seguía aparentemente sin oírme, conti¬
nuando sí sus gestos de negación. Alcé más la voz: —No me has
justificado las razones por las cuales no te gusta este relato—.
Fue una especie de pregunta indirecta esperando un sopor¬
te a su juicio, pues a mí esa página me había provocado el placer
de descubrir nuevos lugares, casi como la entrada a un sueño. Y
deseaba saber sobre qué explicación se asentaba su argumento
contrario. —No sé quién es -le dije-, es una joven que me hizo
llegar este texto por correo para que te lo entregara, pues sabe que
te conozco y ella es tímida. En la carta dice que eres su escritor
preferido y esperaba una opinión calificada para tomar la decisión
de continuar o no escribiendo...
El tipo se levantó con rapidez de gamo y aire de sabio,
miró al Periodista que se había hundido en el asiento esquivan¬
do las moscas salteñas, y clavándome los ojos gritó su inapelable
fundamento: —Sabés por qué, porque sobre gustos no hay nada
escrito.
74
LA CASA DE MIS ABUELOS
Había pasado largo tiempo desde que pude comprender que
ese mundo de la casa antigua de mis abuelos, con sus exóticos rin¬
cones, sus objetos curiosos y relucientes, había terminado. Hacía
demasiados años que sentía que aquel mundo de contradicciones
materiales: platos esmaltados junto a copas de cristal, juegos de por¬
celana y vasijas de barro, estaba concluido, acabado. Hacía mucho
tiempo, sin embargo, ese día al volver allí y comprobar —después
de una noche en vela dando vueltas el telegrama en una especie
de océano — que todo había dejado de existir, sentí un agudo
dolor bajo el seno y una punzada me oprimió la nariz como si
estuviera reviviendo las etapas de un entierro.
En ese momento me llegaron sucesivas, en desorden, re¬
presentaciones de una época nítida en mi conciencia. Imágenes
algunas fijadas por reminiscencias, otras apenas evocadas por in¬
significantes pero que de golpe cobraban importancia, quién sabe
por qué mecanismo inconsciente. Desfilaron ante mí como una
multitud —me quedé mirando al escribano sin verlo— y a partir
de allí cubrieron toda mi atención.
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La abuela estaba sentada en la silla de paja con su cabello
recogido sobre la nuca, ajustado con grandes horquillas. Junto
a ella descansaba la caldera de hierro sobre un diario doblado
prolijamente en cuatro partes. El abuelo encorvado sobre la tierra
plantaba los gajos del futuro limonero, fructífero en marzo, del
damasco codiciado por los vecinos del barrio y de aquellos cirue¬
los que destrozó un temporal de julio.
Presenciaba como en un rodaje la recreación de una épo¬
ca, tal era la luminosidad, la escenografía: las macetas granate a
lo largo del muro, los bancos de madera pintados de verde, las
baldosas amarillentas, el penacho rojo del cardenal prisionero en
su jaula. El sol derramaba sobre el piso cuadraditos que la luz
filtraba a través de la rejilla de la galería; los malvones asomaban
entre la ropa blanca tendida en el alambre.
Si acaso estos recuerdos se sucedían sin orden aparente,
poco a poco mis aventuras infantiles, acrecidas por los relatos
de los viejos, fueron surgiendo, simplificándose como un rompe¬
cabezas que, tarde o temprano, acaba por resolverse. La llave de
metal enganchada de un clavo en el postigo interior de la cocina
me provocaba tal desasosiego que me quedaba largo rato sentada,
con las piernas colgando, mirándola como queriendo aprehen¬
derla y descubrir la combinación que permitiría abrir un nuevo
mundo. El ropero con un espejo al frente donde mi tía soltera
guardaba manojos de cartas de sus numerosos amores, fotos des¬
teñidas que los días de lluvia extraía de una caja de bombones,
botones que parecían caramelos dentro de una lata de té, algunos
pétalos secos que cuidaba con meticulosidad, como preservando
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las descoloridas flores siemprevivas y siempremuertas. El reloj de
madera colgaba de la pared del comedor y también contribuía
a inquietarme, porque había observado el correr de los minutos
hasta llegar a las campanadas de la hora exacta, y se me había
revelado drástico el paso del tiempo. Descontaba uno a uno los
segundos que faltaban hasta el desencadenamiento abrupto del
sonido, mientras en el conreo crecía mi ansiedad, impotente de
detener la aguja que avanzaba inexorable.
Ese cúmulo de sensaciones me mostraban, como si nunca
antes las hubiera reproducido con tanta calidad de imagen, el
matiz de mi carácter, la respuesta a actitudes inexplicables, mis
miedos, un itinerario por toda una vida sin tiempo para pensarla.
El escribano hablaba frente a mí ignorando la enorme distancia
que nos separaba y yo el sentido de su presencia -el murmullo
de su voz era un enjambre monótono—, quizás para no profanar
lo sagrado de cada centímetro cuadrado de esa casa, envuelta en
una atmósfera a punto de explotar en quién sabe qué apariciones.
Sufría el ridículo de sobreponerme a la acumulación de his¬
torias, al peligro de caer en una irracionalidad de la que no pu¬
diera salir, pero al mismo tiempo deseando caer, como si anhelara
regresar a un sitio elegido, ya inexistente. Y me dolía en el cuerpo
—desde la noche anterior— el temor al reencuentro.
Recordaba la noticia del fallecimiento del abuelo mientras
yo viajaba: la lacónica carta de mi primo, la pena no compartida
imaginándolo en viaje de regreso a un solar removido con sus
brazos de hombre fértil. Pocos años después la abuela muerta en¬
tre el olor de las flores, frente a un Cristo cuyos ojos resignaban su
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repetida agonía, el abandono de las tortas fritas en días de lluvia,
mi asombro por no entender la desaparición forzada de las latas
donde ella recogía caracoles entre las plantas. Desde esos tiempos
empecé a comprender que algo iba terminando poco a poco en
la vida de las casas: los jazmines, los colibríes que flotaban en el
atardecer.
Después de la sucesión siguieron extinguiéndose otros sitios
de la casa, con mayor rapidez: las chapas de los techos, el enigmá¬
tico aljibe, la enredadera de campanillas. Nacían, en cambio, otras:
parientes, deudas, las máquinas de coser de mis tías más ligeras
que nunca, el dolor de los niños que no entendían y continuaban
jugando sobre las baldosas cada vez más pequeñas y más grises. Esas
ocurrencias en un ciclo necesario apresuraron el final de una fase
escrutadora, ansiosa por conocer lo que a esta altura de los sucesos,
de mis años y mi larga ausencia, me sonaba mítico.
Hacía mucho tiempo que había comprendido que todo ese
mundo pertenecía a una etapa pasada; sin embargo, al encontrar¬
me allí —después de tantas estaciones ocurridas en el almana¬
que— comprobé que a pesar de mi edad no todo estaba escrito
en páginas anteriores. Reviví en el primer peldaño una memoria
circunscrita a ese ámbito y temblé al encontrar una casa anciana,
tristes las grietas de sus patios, tenaz por subsistir en una zona
poblada de vacíos.
Aun allí pude pensar en la banqueta de paño escocés donde
me subían las tías para recitar poemas, desde donde me sentía
la más segura, la más auténtica, acaso por apropiarme desde esa
altura de un ángulo desconocido.
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Ya sin dificultades, pude mirar las arrugas hiriendo el ros¬
tro de mi abuela, el sombrero que coronaba la cabeza cana de mi
abuelo, y sentir por fin las lágrimas que corrían por mis mejillas,
las cuales el escribano no veía interesado en aclarar los desacuer¬
dos familiares y la necesidad de que la bandera de remate, pálida
y sufriente, ondeara desde la verja de la casa de mis abuelos.
Hacía mucho tiempo que creía haber alcanzado el fin de mi
infancia, pero sólo esa mañana —casi adormecida por la citación
recibida la tarde anterior— me convencí de que todo ese mundo
estaba muerto, perdido irremediablemente.
79
EL SILENCIO DE LA HACHE
Eje con enormes ruedas paralelas, en movimientos habi¬
tuales tan rápidos que parece cerrada y detenida, la letra Hache
prefería hacer más que hablar.
Su humor hierático, su línea horizontal y ad-hesión a huel¬
gas sucedidas en hileras hegemónicas, le crearon fama de huma¬
nista, en horas en que los hijos del mundo estábamos huérfanos
de héroes.
Cuando los hechos del horror la condujeron a la hoguera
con hipócritas hipótesis sobre sus hechizos, ella humilde resurgió
de las cenizas, y se hospedó, en silencio, en el hogar del alfabeto
junto a sus hidalgas hermanas.
Dicen que esa vez, entre la humareda, se vio surgir a un
hermoso halcón, que transformado en haz de luz habitó los hue¬
cos horadados por las hienas. Sin halagos y heraldos, en harmonía
con los bú-hos, hizo un homenaje callado a la Humanidad, hito
sin precedentes en la historia.
Había sido heredera de la censura en los hispano - ha¬
blantes, hija de heroínas como Hécuba, humillada por hablar
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honestamente, hostigada a-hora por muda, por lo cual mantenía
huraña un hondo hermetismo. No olvidaba las huellas hincadas
en hojas de libros, hechos humo en una época de huracanes y
hurtos de libertades, y reservaba su honradez tras una imagen
hiper-humorística.
Ni el hiato ni el hielo podrían cambiar su génesis, ella logró
dejar de fablar y de ser fermosa con toda su faríngea hazaña, y no
huyó ni al hierro ni a los himnos, tampoco a la hostilidad de los
que la llamaron rupestre.
Pero, por hache o por be, el hallazgo más hablado sobre el
origen de la letra es la historia de aquella hembra que, indignada
por la presencia del hambre universal subrayó, harta de hombres
herejes, siguiendo el hilo de su hipérbole: “Huy, huy, en honor a
la verdad, si no habla ni suena frente a tantos hechos horribles,
llámale Hache”.
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CONDENA
Esta noche no escribiré un cuento, no, aunque crea que es
posible hacerlo: tengo anécdota, un principio lo suficientemente
apasionado como para captar al lector, peripecias atractivas en
cuanto al clima y la desmesura en el desarrollo, un final fantástico
y previsible que emula el espeluznante siglo.
Tampoco escribiré un poema, demostrado está mi estilo es¬
cueto, poco estimulado y estimulante para expresar tantos mun¬
dos venidos desde arriba y tantas veces vaticinado para venirse
abajo.
Escribir una carta sería un suicidio a medias, ¿quién leería
una carta en estos tiempos angostos, sin jueces de toga a quien
dirigirlas, ni distancias que justifiquen papeles volando sobre ma¬
res o selvas?
Podría emprender diversas opciones literarias, ensayo por
ejemplo, divagar sobre la combinatoria entre la fascinación y el
rechazo hacia las letras, cómo afecta el afecto en las palabras ele¬
gidas, o la reiteración de comportamientos contradictorios en el
curso efímero de su historia.
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El teatro podría ser tal vez la forma más cercana a lo que
intento expresar, una mediana manera de catarsis en un trans¬
formismo irónico. Elegiría la sátira, aunque también podría ser
el drama, presentando personajes con monólogos concisos, ac¬
tos con escenas espectrales, escenografías donde lo tumultuoso se
fuera diluyendo en el interior de los personajes, despojándose de
todo, incluso del cuerpo, hasta caer el telón como una bandera
blanca.
La novela no la creo conveniente, porque casi nadie lee no¬
velas en este breve tiempo de imágenes; entonces, si la desarrollo,
enlazada entre ficción y realidad, podría quedar trasnochada por
tendencias neo-románticas, combatidas por mí hasta el cansan¬
cio. Cometería la imprudencia de colgarme con mi propio lazo
y la protagonista sería capaz de aliarse con la crítica por dejarla
abandonada en mitad del libro.
Me quedan otros géneros donde incursionar, menores, lla¬
mados así por los mayores, texturizar un guión cinematográfico
con epílogo feliz a pesar del todo, prosas humorísticas, “diverti-
mentos”, aforismos, artículos periodísticos u otros ejercicios de
los que se ocupa alguien que juega con la escritura igual que con
la vida, como yo.
Pero no voy a escribir nada, ya hay suficientes papeles api¬
lados en el cajón de mi escritorio sin clasificar aún y archivos
nuevos en la máquina, con nombres impronunciables, que no
esperan más que autoarchivarse.
Observo la pantalla de ahora con la mirada de las diferen¬
tes herramientas que me acompañaron y me persiguen: el lápiz.
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la lapicera fuente, la birome azul, la vieja Remington, la portátil
Olivetti, la incipiente computadora, la PC y las laptop, todos úti¬
les que me acercaron a una página que nunca me dijo por qué
tengo que decidir el nombre de lo que escribo para vivir la litera¬
tura como un hecho insalvable.
No te voy a decir a ti, lector, lo que no se haya dicho ya
en la intimidad del discurso, hay que hacerse a un lado, escribir
breve y bajito, dejar que las letras se conformen entre sí para no
romper el oído de las palabras.
Esta noche no voy a escribir, no, no es necesario, el día de
hoy ya fue y, por fin, este último minuto silencioso sobrevive a
todas las condenas literarias, incluso a la mía.
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INDICE
El cuento interminable. 13
Alternativa Auténtica. 19
El placer de leer. 25
Balance de una Batalla. 31
Las huellas del gato. 35
Una opción considerable. 39
El espectro. 45
Colección Casi Completa. 51
La basura. 57
El juicio final. 65
La casa de mis abuelos. 75
El silencio de la Hache. 81
Condena. 83
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Edición Amparada al Decreto 218/96
"De la importancia del alfabeto, el alfabetismo y el acto de escribir
nadie duda; de mi obsesión por las palabras y las letras en mi labor de
editora y correctora, tampoco. Tal vez faltaría explicar que en diálogo
con las palabras, en el oficio de la escritura y sobre todo en mi vínculo
con las letras, he descubierto rasgos de su personalidad,
características que las humanizan y las ubican al borde de la rebelión
y la furiá—"
Así comienza la poeta Melba Guariglia el prólogo a este volumen.
La decodificación del lenguaje hasta llegar a la nuda letra parece
uno de los hallazgos más inquietantes de la autora. Desde el origen
de los signos, la escritura reinventa su condición mágica. En esta
lúdica deconstrucción, las letras dejan de ser modestos
instrumentos para convertirse en protagonistas cargados de
significación.
La escritura, siempre centro temático, aparece como añoranza en
una mujer analfabeta que vive la mímica de escribir, en una joven
poeta en la búsqueda del aval de los maestros o desde el otro lugar,
el de la fascinación de la lectura, que lleva a los lectores a trascender
una situación de terrible agresión del entorno. "Aunque parezcan
relatos inocentes, no hay palabras inocentes", dirá Guariglia. Y
finaliza en Condena su último texto:
"No te voy a decir a ti, lector, lo que no se haya dicho ya en la
intimidad del discurso, hay que hacerse a un lado, escribir breve y
bajito para no romper el oído de las palabras y dejar que las letras
(por sí solas) se conformen entre sí..."
ISBN 978-9974-5
9 789974 983
ediciones letradura